"Ir allí donde nadie quiere ir"

¡Bienvenidos hermanos a este blog! Con él os quiero informar poco a poco sobre la evolución del proyecto que se presentó al nuevo Provincial y sus consejeros en mayo del año 2011; así como diferentes proyectos que han surgido sobre este tema en la vida religiosa en los últimos años.

Os animo a participar activamente en un futuro desde la misión popular, la nueva evangelización y la itinerancia; y que este proyecto no sea sólo un proyecto sino una realidad.

Igualmente os animo a participar activamente en este proyecto, religiosos y seglares, o aportar vuestros comentarios, propuestas y deseos pues con vuestro aporte se enriquece dicho proyecto.

domingo, 10 de junio de 2012

SER DISCÍPULOS Y MISIONEROS, AQUÍ Y AHORA


«Ser discípulos y misioneros, aquí y ahora»
Mons. Bernardo Álvarez Afonso, Obispo de Tenerife
4 de agosto 2011

EXTRACTO

“Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos…” (1Jn. 1,3)

El amor de Dios Padre, manifestado en Jesucristo el Buen Pastor y derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado, sea con todos y les colme de gracia, paz y alegría.

Como viene sucediendo desde hace algunos años, en los países de tradición cristiana, la acción pastoral de la Iglesia viene determinada por el llamamiento a la “Nueva Evangelización”. Una propuesta que inició el Beato Juan Pablo II y ha continuado el Santo Padre Benedicto XVI, quien ha convocado un Sínodo sobre el tema para octubre de 2012. Nosotros, con nuestro Plan de Pastoral, queremos situarnos en esa dirección de marcha y colocarnos de lleno en la línea de la Nueva Evangelización, de sus puntos de partida, de sus orientaciones y de sus objetivos.

Hacia una iglesia de discípulos y misioneros

Con nuestro Plan, dentro de ese marco de la Nueva Evangelización, en esta ocasión, nos proponemos el objetivo concreto de impulsar a los cristianos a “Ser discípulos y misioneros, aquí y ahora”. Lógicamente, como no puede ser de otra manera, se trata de “ser discípulos y misioneros” de Jesucristo.

He dicho “impulsar a los cristianos” y quizás puede parecer que este es un objetivo muy “intra-eclesial”. Sin embargo, esto tiene su explicación en el hecho de que la Nueva Evangelización tiene precisamente como destinatarios a los propios cristianos en orden a fortalecer su adhesión y seguimiento de Jesucristo. Como ha dicho el Papa Benedicto XVI: “Es necesario emprender la actividad apostólica como una verdadera misión en el ámbito del rebaño que constituye la Iglesia católica, promoviendo una evangelización metódica y capilar con vistas a una adhesión personal y comunitaria a Cristo”.

Precisamente, en relación al tema “discípulos y misioneros” de la Conferencia de Aparecida, el Papa decía: “¿Era ese el tema más adecuado para esta hora de la historia que estamos viviendo? ¿No era quizá un giro excesivo hacia la interioridad, en un momento en que los grandes desafíos de la historia, las cuestiones urgentes sobre la justicia, la paz y la libertad exigen el compromiso pleno de todos los hombres de buena voluntad y, de modo particular, de la cristiandad y de la Iglesia? ¿No hubiera sido mejor que afrontáramos, más bien, esos problemas, en vez de retirarnos al mundo interior de la fe?… No. Aparecida decidió lo correcto, precisamente porque mediante el nuevo encuentro con Jesucristo y su Evangelio, y sólo así, se suscitan las fuerzas que nos capacitan para dar la respuesta adecuada a los desafíos de nuestro tiempo”.

Esta respuesta del Papa, a las preguntas y reticencias que había en el ambiente, ilumina perfectamente el sentido y la intención de nuestro objetivo “ser discípulos y misioneros”. Sólo si los cristianos somos de verdad discípulos de Jesucristo, seremos evangelizadores y constructores de un mundo mejor para todos. De ahí que nuestra primera tarea siga siendo, la de avanzar hacia una comunidad de cristianos adultos en la fe. Ser discípulo de Jesucristo es la condición fundamental, y absolutamente necesaria, para ser misionero y participar en la misión de la Iglesia “de anunciar el Reino de Cristo y de Dios y de establecerlo en medio de todas las gentes” (Lumen Gentium 5).

“Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos”

El lema bíblico en el que nos apoyamos, y que marca la naturaleza de ese “ser discípulos y misioneros”, es un texto de la primera carta de San Juan: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos” (1Jn. 1,3). Cualquier persona se siente impulsada a comunicar a los demás, especialmente a los que ama, aquello que conoce, experimenta personalmente y lleva en el corazón. Por eso, no cabe otra forma de presentar a Jesucristo a los demás si no es a partir del conocimiento y la experiencia que tenemos de Él. Es decir, sólo se anuncia de verdad a Jesucristo desde lo que personalmente “hemos visto y oído” en nuestra relación con Él. Como decía Pablo VI: “En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe?” (Eevangelii Nuntiandi 46).

Todo lo que la Iglesia ha sido, es y será, es fruto del cumplimiento de esas palabras. Nosotros mismos, los que hoy formamos la Iglesia, hemos conocido y creído en Jesucristo porque otros seguidores de Jesús, anteriores a nosotros, nos lo han presentado. El Señor Jesús, fiel a su promesa, ha estado, está y estará siempre presente. Él es contemporáneo a toda persona en cualquier tiempo y lugar.
Pero, para ello, necesitamos nosotros mismos afianzar nuestra fe. Necesitamos “oír”, “tocar con nuestras manos”, “ver con nuestros ojos”, a Cristo “la Palabra de vida”. Es decir, necesitamos cultivar una fe viva, de adhesión y seguimiento de Jesús, para así poder dar testimonio de lo que hemos visto, porque de lo que se trata es de “presentar” a Jesús a los demás, no sólo de hablar de Él.

Ser cristiano es “ser discípulo” de Cristo

En la encíclica Deus caritas est, el Papa Benedicto XVI, dice que "no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (n. 1). Se podría decir que este es justamente el punto de partida para llegar a ser discípulo de Jesucristo. Así fue como ocurrió con los primeros discípulos y así ha quedado plasmado en el Evangelio como “el icono” del discipulado. Ante el aviso de Juan Bautista, señalando a Jesús, “he ahí el Cordero de Dios”, Juan y Andrés van detrás de Jesús, “Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: ¿Qué buscáis? Ellos le respondieron: Rabbí -que quiere decir, Maestro- ¿dónde vives? Les respondió: Venid y lo veréis. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima” (Jn. 1,38-39).

“Venid y lo veréis. Fueron y se quedaron con Él aquel día”, dice el relato. Sabemos por el Evangelio, que aquel encuentro fue sólo un comienzo que les llevó a “quedarse con Él para siempre”. Encontrar a Jesús e ir con Él, conocer a Jesús y quedarse con Él, permanecer unido a Él… son expresiones que ayudan a comprender el sentido cristiano de “discípulo”. Veamos brevemente el significado e implicaciones de esta palabra.

DISCÍPULO: En lengua castellana la palabra discípulo viene del latín “discipulus”, derivado del verbo discere = aprender. En este sentido, discípulo es quien está es disposición de dejarse enseñar y aprende de un maestro. En la traducción de la Biblia al castellano, “discípulo”, se emplea para traducir la palabra griega mathetés que, aunque incluye la idea de aprender, es una expresión que, ante todo, se cualifica por el verbo “seguir” = hacer camino con alguien. Por tanto la palabra “mathetés” (= discípulo), que aparece doscientas sesenta y dos veces en los escritos del NT., es, en primer lugar, un modo de vivir que se aprende siguiendo al maestro. Según esto, lo que caracteriza al discípulo es el seguimiento.

¿Discípulos de quién? En los tiempos de Jesús, según la práctica común, el discípulo era quien elegía la escuela y el maestro que más les convenciera y conviniera. En este sentido el discipulado era una etapa temporal de la vida. Era como quien va a una escuela para adquirir unos conocimientos, que luego sirven para la vida personal y profesional y que, una vez adquiridos, ya deja de ser discípulo quedando desconectado del maestro; el discípulo se convierte en maestro y se dedica a enseñar a otros.

En los evangelios, en cambio, nos encontramos con que es Jesús mismo quien elige y llama personalmente a sus discípulos. Jesús ve las personas, habla con ellas, las conoce y llama a cada uno por su nombre: ¡Sígueme! Por eso puede decir a sus discípulos: “no me habéis elegido vosotros a mí, sino que soy yo quien os he elegido a vosotros” (Jn. 15,16). Esto significa que el seguimiento de Jesús no es una opción personal del discípulo, sino que es Jesús quien toma la iniciativa y opta por cada uno.

Para los que conocieron históricamente a Jesús, responder positivamente a su llamada y seguirle les cambiaba la vida porque implicaba ir físicamente detrás de Jesús con el objeto de estar con Él y aprender de Él. Aprender no sólo sus palabras sino, también, su forma de vivir la relación con Dios, con las demás personas y con las cosas. En el Evangelio, los discípulos son aquellos que se sintieron atraídos por Jesús, lo siguieron y acogieron su enseñanza y se esforzaron por conformar a Él su propia vida.

El mismo Jesús, en distintos momentos, les va explicando lo que es necesario hacer para ser sus discípulos: “Decía Jesús a los judíos que habían creído en él: Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos” (Juan. 8,31). Y también, “Llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc. 8,34).

Esto, como sabemos, no fue fácil. Si bien inicialmente se entusiasmaron con Jesús y le siguieron, a medida que fueron viendo que este seguimiento implicaba la negación de sí mismo, la aceptación de la cruz y el cambio radical de la propia vida, “muchos de sus discípulos se retiraron y ya no iban con Él” (Jn. 6,66).

Quienes seguían a Jesús no se ligaban a una doctrina o una filosofía, sino a la persona misma de Jesús. Ser un verdadero discípulo de Jesús es un estado de vida permanente.

¿Se puede ser, “hoy”, discípulo de Jesucristo?

Leyendo los evangelios se descubre que el conjunto de los discípulos de Jesús, aquellos que le seguían, era un grupo bastante amplio y variado, que comprendía también algunas mujeres. La forma de seguimiento que les proponía Jesús, más que seguir una doctrina, era seguirlo a Él, viviendo como Él vivió y haciendo lo que Él hizo

Tal vez se podría pensar que sólo se pueden considerar discípulos de Jesús aquellos que, durante su vida en la tierra hace casi dos mil años, le conocieron y le siguieron. Los cristianos que vinieron después, que no le conocieron ni le trataron físicamente, serían algo así como admiradores de su vida y partidarios de su doctrina, pero no discípulos en el sentido que hemos dicho. Lógicamente las cosas serían así, si Jesucristo fuera alguien del pasado sin vida personal actual. Pero, no. Cristo vive para siempre, es contemporáneo de cada persona y en consecuencia se le puede encontrar, conocer y tratar personalmente.

Cuando Jesús mandó a sus discípulos “id y haced discípulos de todos los pueblos” (Mt. 28,19), claramente hablaba de hacer “discípulos” a personas que ya no le podían conocer físicamente. Los apóstoles cumplieron el encargo y muchas personas, ya desde el día de Pentecostés, después de la predicación de Pedro, se bautizaron y se hicieron seguidores, no de los apóstoles sino de Jesús, a quien ellos anunciaban.

Creer, amar y seguir a Jesús, eso es ser su discípulo. Esto es posible, aunque no se la haya visto con los ojos de la cara. Jesucristo en persona se hace presente en los mensajeros: “Quien acoja al que yo envío, me acoge a mí” (Jn. 13,20).

Anunciar a Jesucristo a todos los hombres

El hecho de que Jesús mande anunciar el Evangelio a todas las naciones, tiene su razón de ser en el amor de “Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo como rescate por todos” (1Tim. 2,4-6). Ahora bien, para que la salvación de Cristo sea accesible a todos, es necesario ofrecerla a todos mediante el anuncio del Evangelio.

Consciente de esta necesidad, el gran misionero que fue San Pablo, decía a los romanos: “Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?” (Rom. 10,12-15). Dicho a la inversa, quienes son enviados, los misioneros, predican el Evangelio. Al predicar los que escuchan y acogen el mensaje creen en Jesús.

Ser misionero, ante todo, es ser anunciador de Jesucristo. Predicarlo en todos los lugares donde el Evangelio no ha sido suficientemente anunciado o acogido, en especial, en los ambientes difíciles y olvidados, también más allá de nuestras fronteras.

Para ello gozamos de ese don que, en lengua griega, se llama “parresía”; una palabra de amplio y rico significado, sobre la que tendremos que reflexionar más ampliamente. Esta cita, de la encíclica Redemptoris Missio, n. 45, nos acerca a su comprensión: “El anuncio está animado por la fe, que suscita entusiasmo y fervor en el misionero. Como ya se ha dicho, los Hechos de los Apóstoles expresan esta actitud con la palabra ‘parresía’, que significa hablar con franqueza y valentía; este término se encuentra también en san Pablo: ‘Confiados en nuestro Dios, tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas’ (1Tes. 2,2) ‘Orando... también por mí, para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el misterio del Evangelio, del cual soy embajador entre cadenas, y pueda hablar de él valientemente como conviene’(Ef. 6,20)”

Ser misioneros en la Iglesia y con el Espíritu Santo

La comunión eclesial es primero, cronológica y ontológicamente, comunión vertical (del discípulo con el maestro), que es la que fundamenta y sostiene la fraternidad horizontal (entre los discípulos). No se es discípulo de Jesús solo o aislado, sino con otros, con quienes formamos, “por Cristo, con Él y en Él” un único cuerpo, “el cuerpo de Cristo” que es la Iglesia. Él es la cabeza y nosotros sus miembros. Por eso, cada cristiano, al ser misionero, lo es en la comunión de la Iglesia, participando de su misión evangelizadora, según la vocación de cada uno.

Pues bien, en esta comunidad de los discípulos de Cristo, el Espíritu Santo es quien hace posible su vida y misión. Como nos enseña el Concilio Vaticano II, “el mismo Señor Jesús, antes de entregar libremente su vida por el mundo, ordenó de tal suerte el ministerio apostólico y prometió el Espíritu Santo que había de enviar, que ambos quedaron asociados en la realización de la obra de la salvación en todas partes y para siempre. El Espíritu Santo unifica en la comunión y en el servicio y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos, a toda la Iglesia a través de los tiempos” (Ad Gentes 4).

Conclusión: Discípulos y misioneros, por Cristo, con Él y en Él

Hermanos, no podemos desaprovechar esta hora de gracia. Todos en la Iglesia estamos llamados a ser discípulos y misioneros. Es necesario formarnos y formar a todos los cristianos para cumplir, con responsabilidad y audacia, esta tarea. Les animo a que, mutuamente, nos ayudemos a despertar y acrecentar en todos la alegría y la fecundidad de ser discípulos de Jesucristo, viviendo con verdadero gozo el “estar con Él” y el “amar como Él” para ser enviados a la misión.

“Discípulo” y “misionero” son como las dos caras de una misma moneda: cuando el discípulo está enamorado de Cristo, aún en medio de persecuciones, no puede dejar de anunciarlo al mundo. Ante la prohibición de las autoridades de “hablar o enseñar en nombre de Jesús”, Pedro y Juan responden: “Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hech. 4,19-20).

Para llevar adelante este encargo contamos con tres potentes aliados que nos preceden y acompañan en nuestra labor. En primer lugar, “el Padre” que siempre trabaja (Jn. 5,17), constantemente atrae a todos hacia Cristo (Jn. 6,44) y dispone el corazón de los hombres para que acojan el mensaje del Evangelio. En todas las personas a las que nos dirigimos hay una semilla religiosa sembrada por el Padre, que El sigue cuidando y atendiendo, una semilla que sirve de base para la tarea de la evangelización.

Nuestro segundo aliado es “el Hijo”, del cual todos los hombres son imagen y semejanza y, además, “el hombre -todo hombre sin excepción alguna- ha sido redimido por Cristo; el hombre -cada hombre sin excepción alguna- se ha unido Cristo de algún modo, incluso cuando ese hombre no es consciente de ello”. Redemptor Hominis, 14c. Esto quiere decir que en cada persona está grabada la esencia misma del ser cristiano, aunque muchos no lo reconozcan. Pero, por la fe, el misionero si lo sabe y, por eso, con toda confianza y sin temor, anuncia el Evangelio a todos con la esperanza de que su anuncio no será en vano.

Y, el tercer aliado del misionero es “el Espíritu Santo”. Jesús lo prometió y lo cumplió: “Recibiréis el Espíritu Santo que os dará fuerza para que seáis mis testigos” (Hech. 1,8) y, además, es Él quien, entrando hasta el fondo del alma, prepara y dispone el corazón de las personas para que acojan el Mensaje que se les propone en la predicación (cf. Hech. 16,14), de modo que el misionero es instrumento del Espíritu que es quien convierte y da el don del conocimiento de Dios.

Que el Señor les bendiga a todos, les colme con toda clase de bienes y con su gracia haga prósperas las obras de nuestras manos.